Datos escalofriantes de la época victoriana

Datos escalofriantes de la época victoriana

En el post sobre curiosidades de la vida victoriana ya vimos algunas situaciones, un tanto extrañas, que se daban con total normalidad en la vida cotidiana del ciudadano victoriano. Si a estas circunstancias que, ya de por sí nos pueden parecer singulares, le añadimos un toque casi misterioso, macabro en algunos momentos, nos llevarían a escenarios bastante escalofriantes

Fotografiarse con los muertos

Memento_mori

Hoy en día, hacernos un “selfie” con un ser querido recién fallecido, no se nos pasaría por la cabeza. Sería algo realmente demencial. Pero esto, que para nosotros resulta escalofriante de solo pensarlo, en la época victoriana, la fotografía post mortem o Memento Mori, era una práctica habitual.

Pero, ¿por qué lo hacían? Pues muy sencillo. Por una simple cuestión económica. Contratar un artista o un pintor para un retrato de familia era muy caro y no todas las familias podían permitírselo. Sin embargo, la fotografía, que estaba empezando a tener relevancia, era una opción mucho más económica. No se trataba de hacer una sesión o un “book familiar” pero, con el fin de conservar un recuerdo del difunto, era una opción válida para la época.

Para la foto familiar, se colocaba al difunto en el centro de la imagen, de pie o sentado en el sillón y la familia posaba alrededor de él y siempre vestidos con sus mejores galas. Para que el difunto diera la apariencia de “vivo” y pudiera posar de pie, se le mantenía erguido, mediante soportes, travesaños de madera y adhesivos. Por último, se le pintaban los ojos abiertos sobre los parpados, sujetos con pegamento. Así conseguían que el difunto pudiera mirar felizmente a cámara.  

La muerte te esperaba en cada rincón

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'Sin casa y hambrientos', grabado de Luke Fields, 1869 © Cardiff University Library Special Collections and Archives

El auge y el progreso de la Revolución industrial, trajeron consigo una sobrepoblación de las grandes ciudades en general y de Londres en particular. Un incremento desmedido que no se supo gestionar.

La infraestructura de la ciudad se quedó pequeña ante el crecimiento descontrolado de la población. Los sistemas de canalización y desagües no eran suficientes y todos los deshechos de sus habitantes iban a parar al río Thamesis.

La contaminación de las fábricas, la suciedad de las calles y los desechos y basuras que se generaban cada día, provocaron las condiciones perfectas para la propagación de enfermedades; cólera, sarampión, fiebre tifoidea o difteria por nombrar algunas.

Los muertos se contaban por decenas cada día. Ver gente morir en la calle, sin ninguna atención, era tan habitual que no alarmaba a nadie.   

Ingredientes mortales

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Viñeta de la época criticando la adulteración del pan.

Basándonos en relatos de la época, podría parecer que todo el mundo fallecía de tuberculosis o sífilis. Lo cierto es que la agresiva industrialización a la que se vio sometida la sociedad, también en la alimentación, trajo más consecuencias mortales que cualquier otra cosa.

El simple hecho de beber agua podría resultar peligroso, viendo las condiciones insalubres tan extremas de las ciudades. Comer determinados alimentos podría considerarse como una invitación al suicidio. Productos como el pan y el queso podrían resultar letales. Sus procesos de fabricación eran verdaderos atentados contra salud pública.

Los obradores y panaderos amasaban con los pies, que no eran precisamente un ejemplo de pulcritud e higiene; hongos, bacterias, mugre y malos olores eran ingredientes fundamentales en la elaboración del pan. Por si esto no fuera suficiente, para que el pan se viera mucho más blanco y apetitoso se decoraba con tiza y alumbre. Para hacer un pan similar a la integral nada mejor que un poco de serrín.

El famoso queso Close Stars de color naranja-rojizo, tomaba su particular color gracias al plomo rojo, también usado en la elaboración de mostaza, vinos y algunos dulces.

Puedes ver más sobre la alimentación y la comida en nuestro post La comida en la época victoriana.

Sin estrella Michelin

Seguramente, el arte culinario no sea uno de los puntos fuertes de Reino Unido. Cierto que ha tenido gran evolución en las últimas décadas, pasando a ser algo más aceptable y apetecible, sobre todo comparándolo con la gastronomía de la época victoriana.

Hoy en día una sopa de cerebro, un revuelto de hígado o un corazón rebozado nos parecerían platos poco apetitosos, pero en la época victoriana se consideraban auténticas delicias.

La “norma” principal era no desaprovechar nada y hecho de poder comer carne era todo un lujo, aunque fueran piezas de casquería. También eran frecuentes otro tipo de preparaciones, ya perdidas en el recetario actual, como la sopa de tortuga o la gelatina hecha a base de grasa de ballena.

Por otra parte, aunque la medicina ha evolucionado sin parar en los últimos siglos, en la época victoriana era costumbre comer pequeños trozos del cuerpo humano, sobre todo sesos o pedazos de cráneo. Supuestamente, algunas enfermedades como la gota o apoplejías podían ser curadas gracias a estos “alimentos” que se mezclaban normalmente con  chocolate para enmascarar su espantoso sabor.

Freak Show

Circo de los horrores

La falta de actividades de ocio para matar el aburrimiento de los británicos, les llevaba muchas veces a concebir ideas realmente siniestras y que hoy en día consideraríamos inaceptables para una sociedad avanzada y civilizada.

Una de estas actividades y que mayor atracción generaba, eran las exposiciones de rarezas, normalmente de seres humanos que presentaban algún tipo de anomalía o defecto físico.

Uno de los casos más conocidos es el de Joseph Merrick, apodado el hombre elefante. Merrick, una persona increíblemente inteligente, sufría del síndrome de Proteus, una enfermedad congénita que le provocaba un crecimiento anormal de la piel y los huesos, haciéndole parecer un ser deforme y monstruoso.

En 1980, el director David Lynch llevó al cine la historia de Merrick, adaptando su guion a las novelas El Hombre Elefante y otras reminiscencias (1923) de Sir Frederick Treves y El Hombre Elefante: Un Estudio de la dignidad humana (1971) de Ashley Montagu.

Otro de los capítulos más repulsivos de estas atroces exposiciones se producía en Crystal Palace, donde la sociedad victoriana se deleitaba viendo a somalíes encerrados en jaulas de cristal, tratados como animales, como si fuera un zoológico.

Resucitadores, ladrones de cuerpos al servicio de la ciencia.

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Durante la época victoriana, el robo de cadáveres se convirtió en una de las profesiones más lucrativas. Gracias a los avances e investigación en medicina surgieron facultades de anatomía por todo el país, pero para el estudio de esta materia era imprescindible un recurso muy escaso: un cuerpo humano.

Antes de que se promulgara la Ley de Anatomía en 1832, los únicos cadáveres que podían usarse para fines anatómicos en el Reino Unido eran los de los condenados a muerte y mendigos.

A mediados del siglo XIX la media de condenados a la horca era de 60 personas al año, cubriendo la demanda de la comunidad científica, pero con la explosión de la medicina, miles de jóvenes estudiantes llenaban las facultades y incrementando esta demanda a más de 500 cuerpos al año.

Y como todo en la vida, ante una necesidad, nace una oportunidad, así comienzan a funcionar las primeras redes profesionales de saqueadores de tumbas y el robo de cadáveres para obtener cuerpos, de forma que fuese factible estudiar órganos y tejidos. Robar cadáveres era un delito menor, punible sólo con multas y cárcel, pero no con la muerte. El negocio de la venta de cuerpos era lo suficientemente lucrativo como para asumir el riesgo de ser detenidos, especialmente cuando las autoridades solían desentenderse, al considerar que se trataba de un mal necesario. 

El robo de cuerpos se hizo tan común que no era raro que los parientes y hermanos del recién fallecido vigilaran el cuerpo hasta el entierro, y que tras éste vigilasen la tumba para evitar que fuese violada.

Los ataúdes de hierro también se usaron con frecuencia, así como proteger las tumbas con un armazón de barras de hierro llamado mortsafe, encontrándose aun algunos bien conservados en la iglesia de Geryfriars (Edimburgo).

En los Países Bajos los hospicios acostumbraban a recibir una pequeña parte de las multas que los funerarios pagaban por infringir las leyes sobre enterramientos y revender los cuerpos (normalmente los de aquellos sin familia) a los médicos. 

Un método muy frecuente era cavar frente a una tumba reciente, usando una pala de madera (más silenciosa que la metálica). Cuando alcanzaban el ataúd (en Londres las tumbas eran poco profundas), lo rompían, ataban una cuerda alrededor del cadáver y los sacaban tirando. Tenían cuidado de no llevarse joyas o ropas, lo que habría supuesto un delito mayor. 

The Lancet3​ informó sobre otro método: se retiraba una porción de césped distante unos cinco o seis metros de la tumba, y desde ahí se cavaba un túnel hasta llegar al ataúd, y el cadáver se sacaba por el túnel. El césped se volvía a colocar en su sitio, de forma que los parientes que vigilaban las tumbas no notasen nada raro. El artículo sugería que el número de ataúdes vacíos descubiertos «prueba más allá de toda duda que, en esta época, el robo de cuerpos era frecuente». 

Esta práctica también fue común en otras partes del Imperio, como Canadá, donde las costumbres religiosas, así como la falta de medios de conservación, hacía difícil que los estudiantes de medicina tuviesen un suministro constante de cuerpos frescos. En muchos casos estos estudiantes tenían que recurrir al robo de cuerpos. 

Cirugía sin medios

Es quizás uno de los aspectos más espeluznantes y escabrosos de la época. En un tiempo en que la cirugía era una disciplina en desarrollo, la limpieza y esterilización del instrumental médico, salas de operaciones y hospitales era inexistente.

Como anestésico, lo único que podía encontrarse era el whisky o el ron. Someterse a una operación quirúrgica era como jugar a la ruleta rusa, sin ninguna garantía de salir vivo de ella. Dependiendo del tipo de operación, entre un 25 y un 50% de los pacientes fallecían en sala. Principalmente por varios  motivos; la  pérdida de sangre durante la intervención, las infecciones derivadas de la propia operación o directamente por el shock y el dolor sufrido.

En esta época, la solución más recurrente para el tratamiento de algunas lesiones, era amputar directamente.  Un hueso roto que no terminaba de soldar podía terminar con tu cuerpo sobre la mesa de operaciones, rodeado de “médicos” con una sierra en la mano.

Durante la operación, lo más habitual era perder la consciencia y visto los medios que empleaban, casi  era lo mejor que podía pasarte. Luego con el posoperatorio venia la parte más complicada, pues apenas se contaba con vendajes limpios y estériles y medicamentos que evitaran las infecciones.

¿Conoces algún dato escalofriante sobre la época victoriana? ¿Cuál crees que es la practica más terrorífica de la época? Si tienes y te gustaría aportar algún dato interesante, déjanoslo en comentarios.

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