La comida en la época victoriana
Con la llegada de la industrialización en el siglo XIX, hubo un cambio significativo en los hábitos alimenticios de la población, pasando de la cocina casera a la compra de alimentos preparados.
Esta transición fue aprovechada por algunos empresarios sin escrúpulos, quienes decidieron aumentar sus ganancias mediante la adición de sustancias tóxicas a los alimentos que producían.
Lamentablemente, estas prácticas fraudulentas tuvieron consecuencias devastadoras para la salud pública, afectando a un gran número de personas, incluyendo a muchos niños, quienes sufrieron enfermedades graves como resultado de la ingestión de estos alimentos adulterados.

La Era Victoriana ejerce una fascinación innegable, especialmente cuando dirigimos nuestra atención al Reino Unido. Desde Jack el Destripador hasta los fumaderos de opio, desde los corsés exquisitos hasta una sociedad que experimentaba una transformación hacia la realidad que conocemos hoy en día.
Aunque el cine a menudo retrata el siglo XIX como una época dominada por enfermedades como la tuberculosis y la sífilis, la implacable industrialización que afectó a todos los aspectos de la vida, incluida la alimentación, tuvo consecuencias mortales mucho más significativas.
Los victorianos de clase trabajadora pasaron de preparar en casa desde cero prácticamente todos los alimentos que se consumían, como por ejemplo el pan, a comprarlos hechos.
No hay tiempo para hornear si estás trabajando siete días a la semana 14 horas al día en una fábrica. De pronto el negocio de la alimentación se convierte en una máquina de dinero brutal, y cuando hay mucho dinero de por medio siempre hay alguien (los pobres) que pagan el precio con la salud e incluso con la vida. La comida victoriana estaba llena de aditivos que eran veneno.
Gran parte de los alimentos consumidos por la familia de la clase trabajadora fueron adulterados por sustancias extrañas, contaminados por productos químicos o ensuciados por excrementos de animales y humanos. El objetivo: abaratar costes de producción y aumentar su beneficio.

¿El pan? Con aluminio, por supuesto
El pan se considera un bien de consumo básico. El pueblo llano come pan cada día de su vida, eso es mucho dinero, sobre todo si abaratas los costes sin ningún tipo de escrúpulo.
Los empresarios victorianos aprovecharon la circunstancia para añadir volumen y peso a su pan sacando tajada sustituyendo la harina por yeso, huesos animales triturados, tiza o alumbre.
El alumbre es un compuesto a base de aluminio que se usa hoy en día en detergente y productos de higiene, pero ellos lo usaban para hacer pan deseablemente más blanco y más pesado.
Esa adulteración no solo provocaba problemas de desnutrición, sino que el alumbre producía problemas intestinales y estreñimiento o diarrea crónica, que a menudo resultaba fatal para los niños.

Leche rica en calcio… y en ácido bórico
En 1882, de 20,000 muestras de leche, una quinta parte estaba adulterada. Pero no culpes a los pobres ganaderos; la magia ocurría en los propios hogares. Alguien tuvo la brillante idea de que añadir ácido bórico a la leche la «purificaba» y que en pequeñas dosis era tan inofensivo como una caricia de gatito. ¡Error! El resultado eran náuseas, vómitos, dolor abdominal y diarrea. ¡Un auténtico festín de síntomas!
¿Crees que eso era lo peor? Piénsalo de nuevo. El ácido bórico convertía la leche en un spa de lujo para la tuberculosis bovina. Esta encantadora enfermedad dañaba los órganos internos y creaba malformaciones en la espina dorsal. Durante el período victoriano, hasta medio millón de niños tuvieron la desgracia de morir gracias a este cóctel mortal. ¡Qué manera tan trágica de purificar la leche!
Por si esto no fuera suficiente, los productores, importadores, comerciantes y vendedores se convirtieron en auténticos alquimistas. Añadían ingredientes a la leche para aumentar el volumen, mejorar la apariencia o simplemente ahorrar un par de peniques.
¿El problema? Ninguno sabía qué habían agregado los demás, creando una maravillosa cadena de efectos acumulativos. Al final, cuando comprabas leche, era una auténtica ruleta rusa de ingredientes. ¿Quién necesita saber qué está bebiendo, verdad?
Borracheras de cerveza con opio
La leche se adulteraba, sí, incluso hasta un 50%. Pero la cerveza no se quedaba atrás. En aquellos tiempos, hacer cerveza parecía más un experimento de química que un simple proceso de fermentación.
Usaban bayas de la India con efectos estupefacientes, nuez vómica (históricamente usada como droga) y, directamente, opio para diluir la cerveza y mantener la sensación de «colocón». Sí, leíste bien: opio en tu cerveza. ¡Salud!
Para enmascarar el cambio de sabor, añadían plantas como la jalapa y sales minerales como las potasas para mantener el amargor y evitar que la cerveza se volviera agria. Si estás pensando, «Wow, esto suena a cóctel venenoso con consecuencias graves para la salud», estás en lo cierto.
La cerveza, que durante siglos había sido una forma segura de hidratarse cuando el agua estaba contaminada, se convirtió en la época victoriana en juego de vida o muerte. Así que, en lugar de refrescarte, podrías estar tomando tu última cerveza!
Una lista infinita
La lista de alimentos adulterados es infinita: la manteca de cerdo contenía carbonato de sodio y cal cáustica; el café llevaba achicoria (bueno, esto ni tan mal); el cacao y el chocolate estaban coloreados con tierra. Se encontró que los dulces contenían cromato de plomo, sulfato de mercurio y varios otros aromas y colorantes nocivos. ¿Ese color tan llamativo de los quesos anaranjados británicos? Plomo rojo. ¿En el vino y la sidra? Más plomo ¿Había algo en la época victoriana que no estuviera hasta arriba de plomo? Parece que no.
Y no solo eso: en 1862, las autoridades estimaron que una quinta parte de la carne vendida en Gran Bretaña provenía de animales «considerablemente enfermos» o que directamente habían muerto de pleuroneumonía u otras enfermedades.
Pero, ¿es que nadie implementó una regulación alimentaria?
En 1860 el gobierno británico hizo la primera intentona de legislar la adulteración alimentaria, pero hay que decir que sirvió de poco: la plebe comía y bebía un sinfín de productos adulterados con sustancias extrañas, contaminadas con químicos o infectadas con excrementos. Además de todo lo que ya hemos contado se llegó a encontrar cristal molido en el azúcar o mercurio en el chocolate. Todo este popurrí tenía un efecto acumulativo en el organismo que solía derivar en gastritis crónicas como poco y envenenamiento mortal en el peor de los casos.
La lista de enfermedades relacionadas creadas por esta comida basura (en el sentido más literal de la expresión) es eterna: difteria, escarlatina, diarrea y fiebre tifoidea… y tenemos que tener en cuenta que son males que entonces eran afecciones altamente letales. En 1875 se implantó una nueva regulación, esta vez con algo más de fundamento, que abordó de forma más directa la adulteración alimentaria y obligó por primera vez a etiquetar los alimentos con sus ingredientes de forma “escrita o impresa de forma clara y legible»”.
Del misterio de cómo los victorianos fueron una fuerza imperial, precursores de la industrialización y un sistema ferroviario único en la época, borrachos, terriblemente enfermos y drogados trataremos de explicarlo en otros post, porque de momento no logramos entenderlo.